Capitulo 29

Sorry q tarde! pero aca estoy de vuelta......les aviso q quedan 6 cap! 

Capítulo 29

Cuando Lali se acercó a Victorio por detrás y lo tocó apenas en el hombro, le dio un buen susto pues no la había oído acercarse. Giró en redondo para mirar al presunto atacante, y se relajó al ver al ama de pie ante él, con un par de zapatos en la mano. Victorio se quedó mirándolos, sintiéndose como un tonto, y admitió un hecho obvio:

—No la oí acercarse.

—No quise asustarte —repuso Lali—. Baja la voz, Victorio. Peter está descansando.

—¿Lanzani?

—Por favor, Victorio no grites así —dijo Lali—. Además, no veo por qué te muestras tan escéptico. Después de todo, Peter es un ser humano. Si no estuviese agotado no dormiría tan profundamente, ¿verdad?

Victorio movió la cabeza e hizo un gran esfuerzo por no reír a carcajadas. La última vez que lo vio, Lanzani no parecía fatigado en absoluto. Claro que iba a la cama, pero Victorio sabía que no tenía la menor intención de dormir.

¡Por Dios, no veía la hora de tener ocasión de burlarse de Peter!

Lali se sostuvo del brazo de Victorio mientras se ponía los zapatos.

—Creo que le pediré a Hessie que me ayude a limpiar el dormitorio del piso superior.

Le soltó el brazo, se alisó las faldas y trató de pasar alrededor de él. Victorio se movió con rapidez y le obstruyó el camino.

—Enviaré a uno de los hombres a buscarla —afirmó.

—La caminata me hará bien.

—Ahorra fuerzas para la tarea —le aconsejó Victorio.

—De acuerdo, Victorio —dijo Lali, con la intención de apaciguar al soldado, pues lo veía afligido. Lo miró, perpleja—: ¿Te sientes bien? Te comportas de un modo muy extraño.

La dejó apoyarle el dorso de la mano sobre la frente y luego le respondió:

—Me siento muy bien, Lali. ¿Por qué no comienzas la tarea?

La joven lo miró un buen rato antes de volverse y caminar hacia la entrada del castillo. Victorio iba pisándole los talones, pero Lali no hizo comentarios hasta llegar a la tercera puerta. Entonces, giró otra vez hacia el hombre.

Victorio barbotó una explicación antes de que Lali pudiese preguntarle nada:

—Si tuvieses que mover algo pesado, yo podría echarte una mano.

Lali le dirigió una sonrisa amable.

—¡Muy considerado de tu parte, Victorio! Pero el padre Jasper ya me ayudó a mover el baúl, y hay bastante espacio para colocar mis cosas cuando lleguen.

—Tus cosas ya han llegado, milady —recordó de pronto Victorio—. Esta mañana, temprano. ¿Hago que los hombres las suban desde el patio inferior?

—Por favor, Victorio —respondió Lali—. ¿Viste...? Entre las cosas que había en la carreta, ¿viste una extraña silla?

—No valía la pena utilizar una carreta —le explicó Victorio—. Además, no podría subir por el paso angosto. Había cuatro caballos cargados —continuó, al notar la desilusión de la joven—. Estaban cargados al máximo, milady. Sí, vi una silla de aspecto extraño...

—Mi propia silla —lo interrumpió Lali, uniendo las manos—. Lo que te pareció raro fueron las patas, Victorio, porque es una silla mecedora. Perteneció a la familia de mi madre. A papá le agradaba sentarse en ella todas las noches y fue muy considerado de su parte el enviármela.

—Milady, ¿una silla mecedora?

—Ya veo —dijo Lali, suspirando—. Me temo que la novedad nunca será aceptada. Pero como era de mi madre, la conservaré hasta que yo me muera. Debe pasarse de generación a generación.

Victorio se preguntó quién sería el loco que había ideado una silla tan absurda, pero se abstuvo de decirlo en voz alta.

Dejó a Lali haciendo la limpieza. Se limitó a acompañarla hasta el piso superior para asegurarse de que no hubiese nadie allí para tomarla desprevenida. En el momento en que Victorio comenzaba a bajar la escalera, entraba Maxi.

—Maxi, tengo que hablar contigo —le gritó.

—¿De qué se trata, Victorio?

El segundo jefe no habló hasta que Maxi hubo entrado en el salón grande. Desde donde estaban, Victorio podía observar la puerta de la habitación de arriba. Nadie podría entrar o salir sin que lo advirtiese.

—Quiero que pongas a dos soldados debajo de la ventana.

—¿Qué ventana?

—Lali está trabajando en el primer cuarto de arriba —le explicó Victorio—. Apuesta a dos soldados ante la puerta, y otros dos debajo de esa ventana.

—¿Les doy algún motivo? —preguntó Maxi, con expresión concentrada.

—Claro, diles que tienen que proteger a la señora —le espetó Victorio.

—Victorio, ¿qué tratas de insinuar? —preguntó Maxi, perdiendo la paciencia.

—¿Pero no te has enterado?

—¿De qué?

Victorio lanzó un suspiro y le relató el incidente que casi terminó en tragedia.

—Maxi, alguien la encerró dentro. Yo fui el que quitó la traba de la puerta —alardeó, sin poder resistirse—. Pero todavía no puedo creerlo.

—¿Quién pudo haber hecho semejante cosa?

—No se vio a nadie cerca de la loma —le dijo Victorio—. Y Peter quiere que tú y yo montemos guardia.

—¿Se refirió a mí en particular? —preguntó Maxi, escéptico.

—Así es. Aprecia tu lealtad, Maxi. ¿Acaso lo dudas? Maxi movió la cabeza.

—No le he dado motivos para dudar de mi lealtad —dijo—. Aunque le hice notar que no estaba de acuerdo con este matrimonio, obligado o no.

—Insultas a nuestro señor si crees...

—No, Victorio —replicó Maxi con énfasis—. Me da muestra que me aprecia, y esa fe en mí me honra.

Victorio rió con ganas.

—Hasta ahora nunca has hablado con tanto fervor, y, ¡ya ves, yo me río de ti! No te ofendas amigo, lo que sucede es que tu rostro está sonrojado.

Le dio a Maxi una palmada en el hombro, y este perdió la expresión sombría; hasta esbozó una de sus raras sonrisas.

Cuando el señor se unió a ellos, los dos soldados estaban sonrientes. El semblante de Peter, en cambio, no presagiaba una conversación superficial.

—¿Dónde está mi esposa?

Victorio pensó que los soldados que estaban entrenándose en el patio de abajo debieron de oír la exclamación de Peter.

—Está en el piso alto, limpiando una de las habitaciones —le dijo Victorio.

—¿Sola?

—Antes de que entrara yo revisé la habitación —se apresuró a decir Victorio— Nadie podría entrar ni salir sin que lo viera —agregó.

Peter asintió.

—Quiero que los dos os quedéis con ella hasta que yo regrese —ordenó—. No quiero que dé un paso sin que uno de vosotros esté delante de ella y el otro, detrás. ¿Me habéis entendido?

Victorio y Maxi asintieron.

—Le llamará la atención —aventuró Maxi—. Es inglesa, Peter, no estúpida.

Victorio pareció más asombrado por el tono burlón de Maxi que el mismo Peter.

—Sí, le extrañará —concedió.

—Que se extrañe —insistió Peter—. Decidle que es una orden mía. ¡Maldición, esta mujer no tendría que estar realizando tareas vulgares!

—Quería hacerlo, Peter —dijo Victorio—. Y yo percibí que Lali necesita usar parte de sus energías. Tal vez se le haya contagiado algo de tu fuerza. Si me permites decirlo, me pareces un tanto fatigado. ¿Acaso necesitas una siesta más prolongada, milord?

—¿Has dormido la siesta? —preguntó Maxi, incrédulo.

—Vuestras bromas no me parecen divertidas —afirmó Peter—. Y si seguís sonriendo así... ¡juro por Dios que os aplastaré! Y cuando termine, os aseguro que dormiréis mucho más que yo.

La amenaza hizo que Peter recuperara el grado exacto de respeto que pretendía.

—Iré a hablar con Pablo —dijo sobre el hombro—. Volveré en unos minutos.

Mientras se dirigía hacia la cabaña de Pablo, el ánimo de Peter era tan feroz como el viento que comenzaba a aumentar, y el griterío que oyó al acercarse a la cabaña de su fiel soldado le indicó que Pablo no estaba mejor.

Rocío le abrió la puerta exhibiendo una amplia sonrisa, señal de que el escándalo que armaba el esposo no la molestaba en absoluto.

—Rocío, a pesar de verte obligada a convivir con un loco, mantienes la calma —le dijo Peter, al entrar a la casa.

—Tu esposa me advirtió que no sería fácil hacer que Pablo descansara. También tuvo razón al advertirme que Pablo se pondría como un oso salvaje. En estos momentos, no se hace querer —agregó en voz más alta para que el marido la oyese—, pero estoy segura de que cuando le quiten los puntos del pecho dejará de quejarse constantemente.

—¡Deja ya de hablar de mí de ese modo tan irrespetuoso! —gritó Pablo desde la cama—. El señor ha venido a verme, mujer. No quiere oír las quejas de una esposa.

Rocío dirigió al señor una mirada exasperada y se volvió hacia su esposo:

—¿Puedo ofrecerle una copa de vino? —preguntó.

Pablo la miró enfurruñado y luego asintió.

—Yo también podría tomar un poco.

Rocío no hizo caso de la insinuación. Le sirvió a Peter una buena ración de un vino rojo oscuro, y a su esposo, una copa de agua. A Peter no le sorprendió que Pablo comenzara a gruñir.

—Los dejaré solos —dijo Rocío. Hizo una reverencia a Peter y se encaminó hacia la puerta.

—Rocío, antes de irte, ven aquí —le ordenó Pablo.

Peter se apoyó contra el borde de la ventana y observó cómo la bella mujer se apresuraba a acercarse a su esposo. Vio que estaba ruborizada y entendió el motivo al ver que Pablo estiraba la mano sana, la sujetaba de la nuca y la atraía hacia él para darle un beso largo y apasionado.

El hombre le murmuró algo mientras Rocío se enderezaba y le dio unas palmaditas en el trasero. La mujer salió rápidamente por la puerta.

—Es una buena mujer —dijo Pablo, exhalando un largo suspiro. Volcó el agua de la copa al suelo de tierra y se levantó de la cama para buscar la jarra de vino.

—Se la llevó con ella —le informó Peter, riendo—. Tu mujer te conoce mejor de lo que crees.

El comentario satisfizo a Pablo. Le hizo un gesto a Peter indicándole que compartiese su bebida con él, y cuando el señor lo complació bebió un buen trago.

—¡Por Dios, esto sabe bien! Tu esposa le dijo a Rocío que no debo beber vino hasta que se salgan las puntadas. ¡Sólo Dios sabe por qué dijo algo tan monstruoso! Y Rocío la obedece en todo. Peter, con esas dos mujeres rondando a mi alrededor, estoy condenado a la desdicha. ¡Hombre, tendrías que haberme dejado morir, y salvarme de semejantes…!

—¿Angeles?

Pablo asintió.

—¿Hay algo en particular que quieras hablar conmigo, o sólo has venido a comprobar mi estado lamentable?

—Cierra la puerta, Pablo —le indicó Peter—. No quiero que nadie escuche nuestra conversación. Amigo, necesito cierta información, amigo, y consejo.

Pablo cerró la puerta de un puntapié.

—Peter, por tu expresión sombría, veo que se trata de algo serio.

Peter le contó lo que le sucedió a Lali. Concluyó la narración diciéndole que ella no sabía que alguien trató de matarla.

Los hombres hablaron de la protección extra que se necesitaba hasta que hallaran al culpable. Aunque Pablo sólo tenía tres veranos más que Peter, a juicio del señor eso significaba que era tres veranos más sabio que él.

Pablo se sentó en una silla y apoyó los pies sobre la cama. Para cuando terminaron de formular los planes, el entrecejo del herido era tan profundo como el de Peter.

Al ver que Peter comenzaba a recorrer a grandes pasos la habitación, Pablo comprendió que tenía que decirle algo más, y esperó con paciencia a que el señor continuara.

Pasaron largos minutos de silencio hasta que Peter se volvió hacia Pablo.

—Pablo, quiero que me digas todo lo que recuerdes acerca de María. Tú estuviste presente, lo mismo que Victorio y Maxi el breve período en que estuve casado con ella. Y como yo estuve ausente...

—Sí, la mayor parte de aquel tiempo estuviste ocupándote de los asuntos del rey —convino Pablo—. Peter, ¿te das cuenta de que es la primera vez que la mencionas desde el día del entierro?

—Quería olvidarlo —dijo Peter—. Sin embargo, siempre... —Se interrumpió en mitad de la oración, sacudió la cabeza, y le repitió a Pablo que le dijera todo lo que supiese sobre María.

Lanzani pasó media hora interrogando a su amigo. Cuando se separó de Pablo, su ánimo no había mejorado. Rocío estaba haciendo tiempo afuera. Antes de irse, Peter le dirigió un guiño y la mujer volvió a ruborizarse.

Peter acababa de llegar a la cima de la colina cuando vio a Lali en la ventana del piso superior. Si la mujer hubiera girado un poco hacia la izquierda, lo habría visto. Pero la atención de Lali estaba concentrada en dos soldados que descansaban, apoyados sobre el muro, bajo la ventana.

La joven sonreía y, de inmediato, el ánimo de Peter se aligeró. ¡Señor, era encantadora! “¡De verdad, es tan bonita con el cabello sujeto en la coronilla!”, pensó Peter. Se le habían soltado largos mechones rizados que pendían a los lados del rostro. Tenía manchas de tierra en la nariz y en la frente. Riendo, Peter pensó que antes de terminar el día necesitaría otro baño.

Lo que decía uno de los soldados atraía la atención de Lali.

Mientras Peter la observaba, Lali apoyó los codos en el alféizar y se inclinó hacia afuera. El hombre percibió que parecía muy divertida por lo que el soldado le contaba al amigo.

Peter se acercó más, y se detuvo de golpe al comprender que los hombres hablaban en gaélico.

¡Y Lali lo comprendía a la perfección!

Quedó demasiado sorprendido para enfadarse. Entonces, oyó la última parte de una antigua broma que el soldado le contaba a su amigo, acerca de un guerrero escocés que había encontrado a una mujer desnuda tendida al borde de un camino. Siguiendo la inclinación natural del hombre, el guerrero se arrojó sobre ella y satisfizo sus instintos.

El más joven de los soldados lanzó exclamaciones de aprobación antes de que el amigo concluyese el cuento. El que hablaba dijo que otro guerrero había llegado al lugar de la escena y le dijo al anterior que la mujer estaba muerta, ¡por Dios Todopoderoso!, y que sólo un miserable infiel era capaz de copular con una muerta.

Lali se cubrió la boca con la mano, sin duda para contener la risa, y los ojos le brillaron divertidos. Expectante, aguardó el remate de la broma.

Peter, a su vez, esperó a ver la reacción de la mujer.

—¿Muerta? —gritó el soldado—. ¡Creía que era inglesa!

Al oírlo, la sonrisa de Lali se esfumó. Desapareció de la ventana, mientras los dos soldados, ignorantes de su presencia, siguieron riendo alegremente. Pronto, Lali apareció otra vez a la vista, sosteniendo con esfuerzo un gran cubo lleno de agua. Peter contuvo la risa, mientras la veía debatirse con el peso del recipiente, pero no hizo nada por advertir a los hombres. Lali afinó la puntería, sonrió con aire victorioso y arrojó el agua jabonosa sobre las víctimas.

—¡Por favor, perdónenme! —gritó, cuando los soldados concluyeron la retahíla de maldiciones y alzaron la cabeza—. No sabía que estaban ahí —mintió, en su tono más dulce.

—¡Es lady Lanzani! —musitó uno de los soldados.

Al instante, los dos jóvenes se avergonzaron de haber gritado y se deshicieron en disculpas. Cuando pasaron corriendo junto a Peter, éste los oyó comentar que era una suerte que la señora no entendiera el gaélico pues, de lo contrario, la habrían ofendido con la procaz historia.

Pero Lali había entendido. Peter rió con resonantes carcajadas que atrajeron la atención de la esposa.

Lali le sonrió.

—Estás de buen humor, marido —exclamó—. ¿Te sientes descansado?

Aludía a la siesta, y eso cortó la risa de Peter. Pensó que ese jueguecito tonto lo podían jugar dos, y comenzó a imaginar los comentarios que haría en gaélico, por supuesto, sólo por el gusto de provocarla. Y como Lali no podía revelar que entendía, no estaría en condiciones de desquitarse.

La vencería con su propio juego. Peter estaba ansioso de lanzarle los insultos que se le ocurrían; cuando Lali estaba enfadada era muy tentadora. Y Peter era el hombre capaz de irritarla.

Esta mujer estaba llena de sorpresas. Había fingido ignorancia cada vez que se hablaba ante ella en gaélico. ¡Demonios, pensar que Peter les ordenó a sus hombres que mejoraran su dominio del inglés para facilitarle la adaptación! ¡Si no adoptaba precauciones, al llegar el invierno Lali los habría obligado a todos a usar el atuendo inglés! La sola idea le dio escalofríos.

—¿Y bien, Peter? ¿De qué te ríes? —preguntó otra vez Lali, asomándose más por la ventana.

—¡Fíjate lo que haces! —le gritó el hombre desde abajo—. Te caerás de cabeza, tonta.

La joven retrocedió un poco.

—Gracias por ser tan considerado, marido. ¿Me dirás de qué te reías?

Peter le contó el relato que acababa de oír, sólo para provocarla, pero Lali no lo dejó terminar.

—Peter, conozco ese viejo cuento —exclamó, y agregó:

—La mujer no estaba muerta: era escocesa, y eso es todo—. Se apartó de la ventana antes de que Peter pudiese discutirle.

Se encontraron al pie de la escalera.

—¿Qué es todo este desorden? —preguntó, en tono gruñón. El espacio entre ellos estaba cubierto de bultos. Encima del montón había una silla de aspecto extraño con espacio suficiente para que se sentaran dos hombres corpulentos.

—Mis pertenencias —dijo Lali—. Peter, algunas deberán ir a nuestro dormitorio, y el resto quedará en el salón.

—No me agrada el desorden —afirmó Peter. Se inclinó, tomó un tapiz y lo extendió para poder ver el dibujo. Lali se abrió paso entre los bultos y se lo arrebató de las manos.

—No frunzas el entrecejo, marido —murmuró, pues Victorio y Maxi observaban la escena—. Pensé que podríamos ponerlo sobre la chimenea —continuó.

—¿Qué demonios es? —gruñó Peter—. No encuentro...

—Estás mirándolo invertido —repuso Lali. Corrió hacia Victorio y le entregó el tapiz—. Por favor, cuélgalo... bien derecho, si eres tan gentil. Y no intentes mirarlo mientras lo cuelgas, Victorio. Quiero que sea una sorpresa.

—Milady, ¿lo hiciste con tus propias manos? —preguntó Victorio, sonriendo ante el entusiasmo de la señora.

—¡Oh, cielos, no! —le dijo Lali—. Toda la tarea la hicieron Agnes y Alice. Fue una sorpresa para el día de mi cumpleaños. —Miró largamente a Victorio y a Maxi y luego se volvió hacia Peter—. Tendríamos que arreglar que mis hermanas mellizas conocieran a Victorio y a Maxi, ¿sabes? Creo que se...

—No arreglarás matrimonios, Lali —afirmó Peter.

—Lali, ¿las mellizas son como tú? —preguntó Victorio.

—No, son mucho más bonitas.

Los ojos de Victorio se abrieron de asombro.

—Pues tengo que conocer a esas damas —aseguró.

—Tienen la misma personalidad que Eugenia —murmuró Peter.

—No importa —se apresuró a decir Victorio.

Giró y fue hasta la chimenea a colgar el tapiz, seguido por la carcajada de Peter.

—Victorio, si le cuentas a alguien que tu señor duerme la siesta, me aseguraré de que conozcas a las mellizas.

—¿Qué siesta? —dijo Victorio.

Hasta Maxi se unió a las risas. Hasta ese momento, nunca lo había visto reír, y, sin quererlo, sonrió.

—¿Por qué parecéis todos tan divertidos? —preguntó.

—No tiene importancia, Lali —dijo Peter. La muchacha miró a su marido con aire suspicaz.

—¿Acaso les insinúas a tus hombres que mis hermanas no son dignas de ellos? —Con los brazos en jarras, dio un paso hacia él en evidente desafío.

—Con esas dos no ensillaría a una cabra.

Lali ahogó una exclamación. Peter no pudo resistirse. Dio un paso adelante y agregó con voz perezosa.

—Esposa, no me gusta la crueldad hacia los animales. Sin duda ya lo habrás advertido. No empleo el látigo con mi corcel, y...

—¿Estás insultando a mi familia?

Peter sólo le respondió con esa irresistible media sonrisa que a Lali tanto le gustaba, y la joven no pudo contener la risa. ¡Ese hombre no tenía remedio!

—¡Lanzani, eres un desvergonzado! Ahora comprendo que no conoces lo bastante a mi familia para apreciarlos como se debe. Por supuesto, me ocuparé de eso lo antes posible.

La risa de Peter se apagó, y la sonrisa de Lali, en cambio, se dulcificó.

—Les diré que nos visiten, marido. Una buena visita, prolongada.

—¿Qué es esto? —exclamó Victorio, llamando la atención de Lali. El soldado se bajó del taburete al que había subido para colgar el tapiz.

—Aléjate, y verás de quién se trata —respondió Lali.

—¡Es... buen Dios, Peter, acabo de colgar a...!

—Es William, nuestro amado Conquistador, Victorio. Me dijeron que es un buen retrato. ¿No os parece que era un hombre muy apuesto?

Durante un buen rato nadie dijo una palabra. Victorio y Maxi miraban a Peter para ver cómo reaccionaba.

El señor, a su vez, miraba a su esposa con expresión atónita.

Maxi fue el primero en recuperarse.

—Era gordo.

—Era macizo, Maxi, no gordo —lo enmendó Lali.

—¿Qué rayos es esa cosa que tiene sobre la cabeza? —preguntó Victorio, retrocediendo más—. Eso amarillo.

—Es un halo —aclaró Lali.

—¿Lo canonizaron? —preguntó Maxi.

—Todavía no es oficial —dijo Lali—. Pero es sólo cuestión de tiempo que la Iglesia reconozca la santidad de William.

—¿Por qué? —preguntó Maxi; lo que sin duda deseaban preguntar los tres hombres.

A Lali le alegró que su esposo y sus soldados manifestaran tanto interés por su propia historia. Se demoró explicándoles cómo William había modificado él solo el modo de vida en Inglaterra. Les contó con todo detalle las costumbres del señor feudal, los deberes del vasallo y el vínculo establecido entre ambos. Cuando concluyó estaba convencida de que le harían muchas preguntas.

No obstante, ninguno de ellos pareció interesado en formularlas.

—¿Crees que ese sistema funcionaría aquí?

—Lali, hace años que funciona —le espetó Peter.

—Muchacha, acabas de describir a un clan escocés —dijo Victorio, intentando suavizar la desilusión provocada por la reacción del esposo.

—Quítalo.