domingo, 26 de mayo de 2013

Capitulo 37 y 38





CAPITULO 37

Cuando consiguió dormirse, sus sueños se convirtieron en un calidoscopio de imágenes confusas sin orden ni concierto. Rostros y lugares giraban y desaparecían en su mente, hasta que sintió que el torbellino la arrastraba.
Pasaron unos minutos hasta que todo se tranquilizó y Lali consiguió ver las imágenes con claridad. Unas personas desconocidas la saludaban al pasar junto a ellas. Todo era increíblemente real; parecía un recuerdo olvidado, más que un simple sueño. Incluso conocía los nombres de todos esos hombres sin haberlos visto antes. Sabía cosas sobre ellos de las que sólo un amigo podría estar al tanto.
Escuchó las risas de los soldados entregados a la celebración de la victoria y sintió una curiosa mezcla de alegría y tristeza cuando llegó a una tienda de color rojo desvaído, donde estaban reunidos un buen número de ellos, pertrechados con antiguas armaduras.
–Has estado brillante –le dijo un veterano soldado dándole una palmada en la espalda.
Ella lo reconoció como su lugarteniente. Un hombre en el que podía confiar y que la idolatraba. Dimitri siempre había buscado su consejo y su fuerza. Tenía una herida abierta en el lado izquierdo de la cara, pero los cansados ojos grises resplandecían. Aunque tenía la armadura cubierta de sangre, no parecía estar herido de gravedad.
–Es una lástima que German no esté aquí para ver esta victoria. Habría estado muy orgulloso de ti, comandante. Toda Roma debe estar llorando.
En ese momento Lali se dio cuenta de que no era ella la que estaba soñando. Era Peter…
El rostro de el estaba manchado de sangre, sudor y polvo; el cabello, largo y sujeto con una tira de cuero, no tenía mejor aspecto. De la sien izquierda caían tres finas trenzas hasta la mitad del pecho. Era un hombre absolutamente devastador y completamente humano. Sus ojos, de un profundo color verde, resplandecían por la victoria. Su porte era el de un hombre sin igual, un hombre cuyo destino era la gloria.
Peter alzó la copa de vino y se dirigió a los hombres reunidos en su tienda.
–Dedico esta victoria a German de Macedonia. Donde quiera que se encuentre, sé que, en estos momentos, se estará riendo por la derrota de Escipión.
Los hombres le respondieron con un clamoroso rugido.
Peter dio un sorbo al vino y miró al veterano soldado que estaba a su lado.
–Es una pena que Felix no estuviese con Escipión. Estaba deseando enfrentarme con él. Pero no importa. –Alzando la voz para que todos los presentes pudieran escucharlo continuó–: Mañana marcharemos sobre Roma y pondremos a esa puta de rodillas.
Todos gritaron su aprobación.
–En el campo de batalla, con la espada en la mano, eres invencible –le dijo su lugarteniente, con un tono de voz que delataba su admiración–. Mañana a esta hora serás el gobernador del mundo conocido.
Juan Pedro meneó la cabeza, expresando su negativa.
–Andriscus será mañana el gobernador de Roma, no yo.
El hombre pareció horrorizado; se inclinó hacia Peter y le habló en voz baja, de modo que nadie más lo escuchara.
–Hay quienes piensan que es débil; los mismos que te apoyarían si…
–No, Dimitri –lo interrumpió de forma educada–. Aprecio el gesto, pero he jurado poner mi ejército a disposición de Andriscus y así será hasta el día que muera. Jamás lo traicionaré.
La expresión del rostro de Dimitri dejó clara la confusión que sentía. No estaba muy seguro de si debía aplaudir la lealtad de su Comandante o maldecirlo por ella.
–No conozco a ningún otro hombre que dejase pasar la oportunidad de gobernar el mundo.
Juan P0edro soltó una carcajada.
–Los reinos y los imperios no dan la felicidad, Dimitri. Es el amor de una buena mujer y de unos hijos lo que hacen a un hombre feliz.
–Y la victoria –añadió Dimitri.
La sonrisa de Peter se ensanchó.
–Esta noche, al menos, parece que es cierto.
–¿Comandante?
Peter se giró al escuchar que alguien lo llamaba y vio a un hombre que se abría camino entre los congregados en la tienda. El soldado le tendió un pergamino sellado.
–Un correo trajo esto. Lo llevaba un mensajero romano que fue apresado esta mañana.
Al cogerlo, Juan Pedro observó el sello de Felix el Joven. Lo abrió con curiosidad y lo leyó. Con cada nueva palabra, sentía que su pánico aumentaba. El corazón comenzó a latirle con más fuerza.
–¡Mi caballo! –gritó mientras salía corriendo de la atestada tienda–. Traed mi caballo.
–¿Comandante?
Peter se dio la vuelta para mirar a su lugarteniente, que lo había seguido. El hombre fruncía el ceño, visiblemente preocupado.
–Dimitri, quédate al mando hasta que regrese. Que el ejército se repliegue de nuevo hacia las colinas, lejos de los romanos, hasta nueva orden. Si no estoy de regreso en una semana, dirígete con todo el grueso de la tropa a Punjara y únete a Jasón.
–¿Estás seguro?
–Sí.
En ese momento llegó un muchacho, tirando de las riendas del semental negro de Peter. Con el corazón desbocado, lo montó de un salto.
–¿Dónde vas? –le preguntó Dimitri.
–Felix se dirige a mi villa. Tengo que llegar antes que él.
El hombre agarró las riendas, horrorizado.
–No puedes enfrentarte a él tú solo.
–No puedo perder tiempo esperando a que alguien me acompañe. Mi esposa está en peligro. No vacilaré. –Y dándole la orden a su montura, atravesó el campamento a todo galope.
Lali se agitaba en la cama al tiempo que sentía el creciente pánico de Peter.
Necesitaba proteger a su esposa a toda costa. Los días pasaban uno tras otro y él seguía cabalgando velozmente, cambiando de montura cada vez que llegaba a un pueblo. No se detuvo a comer ni a dormir. Parecía que un demonio lo hubiese poseído y un solo pensamiento ocupaba su mente: Tanya. Tanya. Tanya.
Llegó a su casa en mitad de la noche. Exhausto y aterrorizado, bajó de un salto del caballo y golpeó con fuerza las puertas de la villa para que lo dejaran entrar.
Un hombre mayor abrió las pesadas puertas de madera.
–¿Su Alteza? –preguntó el sirviente, incrédulo.
Peter entró, dejando atrás al hombre mientras recorría con la mirada el vestíbulo, en busca de alguna señal del enemigo. No encontró nada fuera de lo normal. Pero seguía intranquilo. Aún no podía relajarse. No se calmaría hasta que no viese a su esposa con sus propios ojos.
–¿Dónde está mi esposa?
El viejo sirviente pareció confundido por la pregunta. Abrió y cerró la boca, como un pez fuera del agua, antes de hablar.
–En el lecho, Alteza.
Cansado, débil y muerto de hambre, Peter se apresuró a cruzar el largo pasillo porticado que conducía a la parte trasera de la villa.
–¿Tanya? –la llamó mientras corría, desesperado por verla.
Una puerta se abrió al final del pasillo. Una mujer rubia y menuda, increíblemente hermosa, salió de la habitación, cerró la puerta a sus espaldas y miró a Juan Pedro de arriba abajo con una mirada gélida, estudiando su desaliño.
Estaba sana y salva. Y era la imagen más hermosa que sus ojos habían contemplado jamás. Las mejillas le brillaban con un rubor rosado y sus largos mechones rubios caían desordenados a ambos lados del rostro. Había envuelto su cuerpo desnudo con una fina sábana blanca que sujetaba con las manos.
–¿Peter? –preguntó, con voz airada.
El alivio lo inundó a la vez que se le llenaban los ojos de lágrimas. ¡Estaba viva! Gracias a los dioses. Parpadeando para evitar el llanto, la estrechó entre sus brazos y la sostuvo con fuerza. Jamás había estado más agradecido a las Parcas por su misericordia.
–Juan Pedro –masculló ella, forcejeando para librarse de su abrazo–. Bájame. Hueles tan mal que apenas puedo respirar. ¿Tienes la más ligera idea de lo tarde que es?
–Sí –le contestó, intentando aflojar el nudo que sentía en la garganta y dejando que la alegría lo inundara. La dejó en el suelo y le tomó el rostro entre las manos. Estaba tan cansado que apenas si podía mantenerse en pie ni pensar, pero no pensaba dormir. No hasta que ella estuviese a salvo–. Y debo llevarte lejos de aquí. Vístete.
Ella lo miró, frunciendo el ceño.
–¿Llevarme a dónde?
–A Tracia.
–¿A Tracia? –repitió, incrédula–. ¿Te has vuelto loco?
–No. Me ha llegado la información de que los romanos se encaminan hacia aquí. Voy a llevarte a casa de mi padre para ponerte a salvo. ¡Apresúrate!
Pero no se movió. En lugar de hacerlo, su rostro se ensombreció y los ojos grises chispearon de furia.
–¿Con tu padre? Hace siete años que no hablas con él, ¿qué te hace pensar que va a acogerme ahora?
–Mi padre me perdonará si se lo pido.
–Tu padre nos echará de su casa a los dos; lo dijo de un modo bastante público. Ya me han avergonzado demasiadas veces en mi vida; no necesito oír cómo me llaman puta en mi propia cara. Además, no quiero abandonar mi villa. Me gusta vivir aquí.
Peter hizo oído sordos a sus palabras.
–Mi padre me quiere y hará lo que yo le pida. Ya lo verás. Ahora, vístete.
Ella miró detrás de Peter.
–¿Polydus? –llamó al anciano sirviente que había estado esperando tras Peter todo el tiempo–. Prepara un baño para el señor y tráele comida y vino.
–Tanya…
Ella lo detuvo, tapándole la boca con la palma de la mano.
–Shhh, mi señor. Es más de medianoche. Tienes un aspecto espantoso y hueles aún peor. Déjame lavarte, alimentarte y prepararlo todo para que duermas y, después, por la mañana, discutiremos lo que es preciso hacer para protegerme.
–Pero los romanos…
–¿Te has cruzado con alguno de camino hacia aquí?
–Bueno… no.
–Entonces, de momento no hay peligro, ¿o sí?
Demasiado cansado para discutir, le dio la razón.
–Supongo que no.
–Ven, acompáñame. –Lo tomó de la mano y lo llevó hasta una pequeña estancia situada a un lado del pasillo principal.
Lali vio una habitación iluminada por la luz de las velas y con una pequeña chimenea. Peter estaba recostado en una bañera dorada mientras su esposa lo bañaba.
Atrapó una de las manos de Tanya y la acercó a su mejilla, ensombrecida por la barba.
–No sabes cuánto te he echado de menos. Nada me reconforta más que tus caricias.
Ella le ofreció una copa de vino con una sonrisa que no le llegó a los ojos.
–He oído que has arrebatado Tesalia a los romanos.
–Sí. Felix estaba furioso. Estoy impaciente por marchar sobre Roma. Y lo conseguiré, recuerda lo que te digo.
Vació la copa de un trago y la dejó a un lado. Con el cuerpo enfebrecido, atrapó a su mujer y la metió en la bañera con él.
–¡Juan Pedro! –jadeó ella.
–Shhh –susurró él sobre sus labios–. ¿No vas a darme un beso?
Ella consintió, pero sin mostrarse muy receptiva. Peter lo notó de inmediato.
–¿Qué ocurre, amor mío? –le preguntó, echándose hacia atrás–. Esta noche pareces muy distante, como si tus pensamientos estuvieran en otro lugar.
El rostro de Tanya se suavizó antes de colocarse a horcajadas sobre él e introducirse su miembro.
–No estoy distante. Estoy cansada.
Él sonrió y gimió cuando ella comenzó a moverse.
–Perdóname por haberte despertado. Sólo quería saber que estabas bien. No podría seguir viviendo si algo te sucediera –le dijo tomándole el rostro con ambas manos y acariciándole las mejillas con los pulgares–. Siempre te amaré, Tanya. Eres el aire que respiro.
La besó para saborearla por completo.
Ella pareció relajarse un poco entre sus brazos mientras seguía montándolo. Su mirada jamás se apartaba de él, como si estuviese esperando algo…
Tan pronto como alcanzó el clímax, Peter se echó hacia atrás y la observó. Se sentía tan débil como un recién nacido, pero estaba en casa y su esposa le daba fuerzas. Estaba a salvo. En cuanto ese pensamiento cruzó su mente comenzó a escuchar un extraño zumbido y todo empezó a darle vueltas. Comprendió al instante lo que su esposa había hecho.


CAPITULO 38

–¿Veneno? –masculló.
Tanya se apartó de él y salió de la bañera. Se envolvió con rapidez en una toalla y le contestó.
–No.
Intentó salir de la bañera, pero estaba demasiado mareado y volvió a caer al agua. Le costaba trabajo respirar y apenas si podía hilar dos pensamientos seguidos con la mente tan embotada. Lo único que tenía claro era que la mujer que amaba lo había traicionado. La misma mujer a cuyos pies había puesto el mundo.
–Tanya, ¿qué me has hecho?
Ella alzó la barbilla y lo contempló con frialdad.
–Lo que tú no eres capaz de hacer. Asegurar mi porvenir. Roma es el futuro, Peter, no Andriscus. Jamás sobrevivirá para ascender al trono de Macedonia.
La oscuridad lo engulló.
Lali gruñó al sentir un lacerante dolor en la cabeza. Cuando la luz regresó, encontró a Peter tumbado desnudo sobre una fría losa de piedra, inclinada en un ángulo de cuarenta y cinco grados.
Tenía los brazos y las piernas atados con cuerdas a unos tornos. Estaba observando una vieja mesa, dispuesta al otro lado de la habitación, sobre la que se habían desplegado toda clase de instrumentos de tortura. Dándole la espalda a Peter y estudiando con atención los artefactos, había un hombre alto, de pelo oscuro.
Se sentía solo, indefenso y traicionado. Sentimientos aterradores para alguien que jamás había sido vulnerable.
La temperatura de la habitación era sofocante debido al fuego que crepitaba en la chimenea. De algún modo, Lali supo que era verano. Las ventanas estaban abiertas y la suave brisa del Mediterráneo refrescaba la habitación y traía el aroma del mar y de las flores. Peter escuchó las risas en el exterior y se le hizo un nudo en el estómago.
Era un día demasiado hermoso para morir.
El hombre que estaba junto a la mesa ladeó la cabeza. Se giró abruptamente y lo miró con furia. Aunque era increíblemente apuesto, su rostro estaba contorsionado por la ira, restándole parte de su belleza. Sus ojos eran crueles y brillantes, semejantes a los de una víbora. Vacíos, calculadores y carentes de compasión.
–Juan Pedro de Tracia –dijo con una perversa sonrisa–. Por fin nos conocemos. Aunque supongo que esto no cuadra exactamente con tus planes, ¿no es cierto?
–Felix –masculló tan pronto como vio el emblema que colgaba de la pared, sobre el hombro de su captor. Reconocería el águila en cualquier parte.
La sonrisa del romano se ensanchó mientras cruzaba la habitación. Su rostro no mostraba el más mínimo asomo de respeto. Sólo presunción. Sin pronunciar una sola palabra más, comenzó a girar la manivela de los tornos a los que estaban unidas las cuerdas. Al estirarse, los músculos de Peter se tensaron también y los tendones comenzaron a desgarrase al mismo tiempo que las articulaciones se apretó los dientes y cerró los ojos ante la agonía que su cuerpo padecía.
Felix soltó una carcajada y volvió a girar la manivela.
–Eso está bien, eres fuerte. Me resulta odioso torturar a esos jovenzuelos que no paran de llorar y de gritar. Le resta diversión.
Peter no contestó.
Tras asegurar la manivela de modo que el cuerpo de Juan Pedro se mantuviera dolorosamente estirado, Felix se acercó a la mesa de los artilugios y cogió una pesada maza de hierro.
–Puesto que eres nuevo en estos lares, permíteme que te muestre cómo tratamos los romanos a nuestros enemigos… –regresó junto a él con una insultante sonrisa de satisfacción en el rostro–. En primer lugar, les rompemos las rodillas. De este modo, sé que no cederán a la tentación de escapar a mi hospitalidad hasta que sea yo quien decida si están preparados para marcharse.
Con esas palabras, golpeó la rodilla izquierda de Peter, destrozando la articulación al instante. Un dolor inimaginable lo recorrió. Mordiéndose los labios para no gritar, se sujetó con fuerza a las cuerdas que le rodeaban las muñecas. La sangre se deslizaba, en un cálido reguero, por sus antebrazos.
Una vez hubo roto la otra rodilla, Felix cogió un hierro candente del fuego y se lo acercó.
–Sólo tengo una pregunta que hacerte. ¿Dónde está tu ejército?
Peter lo miró con los ojos entrecerrados, pero no le dijo nada.
El romano le colocó el hierro sobre la cara interna del muslo.
Lali perdió la cuenta de todas las heridas que Peter sufrió a manos del tal Felix. Hora tras hora, día tras día, la tortura continuaba con renovado vigor. Resultaba increíble que una persona pudiera continuar viviendo entre tanto sufrimiento. Jadeó al sentir que arrojaban agua fría al rostro de Juan Pedro.
–No creas que voy a permitir que pierdas el conocimiento para escapar de mí. Y tampoco voy a dejarte morir de hambre hasta que me venga en gana.
Felix lo agarró del pelo y le echó la cabeza hacia atrás con crueldad para meterle algo líquido en la boca. Peter siseó cuando el caldo salado cayó sobre las heridas que tenía en las mejillas y en los labios. Estuvo a punto de ahogarse, pero su captor continuó haciéndolo tragar.
–Bebe, maldito seas –masculló Felix–. ¡Bebe!
Juan Pedro volvió a desmayarse y de nuevo el agua fría lo despertó.
Días y noches se mezclaban al tiempo que el romano continuaba con la tortura sin la más mínima compasión. Y siempre la misma pregunta.
–¿Dónde está tu ejército?
Peter jamás pronunciaba una sola palabra. Tampoco gritaba. Mantenía las mandíbulas apretadas con tanta fuerza que Felix tenía que abrirle la boca a la fuerza para darle de comer.
–Comandante Felix –lo llamó un soldado, entrando a la estancia mientras el general tensaba las cuerdas de nuevo–. Perdón por la interrupción, señor, pero ha llegado un emisario de Tracia que pide audiencia.
El corazón de Juan Pedro estuvo a punto de dejar de latir. Por primera vez desde hacía semanas sintió un rayo de esperanza y la alegría lo traspasó.
Su padre…
Felix arqueó una ceja y miró con curiosidad a su subordinado.
–Esto va a ser muy entretenido. ¡Claro que sí! Lo atenderé.
El soldado se esfumó.
Unos minutos después, un hombre mayor, muy bien vestido, entró en la habitación tras dos soldados romanos. El recién llegado se parecía tanto a Peter que, por un momento, Lali creyó que se trataba de su padre.
No bien el hombre estuvo lo suficientemente cerca como para reconocer a un sangriento y destrozado Peter, soltó un jadeo de incredulidad. Olvidando toda dignidad, su tío corrió a su lado.
–¿Peter? –balbució, aún incrédulo, tocando con precaución el brazo roto de su sobrino. Los ojos azules mostraban su dolor y su preocupación–. ¡Por Zeus! ¿Qué te han hecho?
Lali sintió la vergüenza de Peter y el dolor que le producía ser testigo del sufrimiento de Zetes. Sintió la necesidad de aliviar la culpa que reflejaban los ojos del anciano y el impulso de suplicarle el perdón de su padre.
Pero cuando abrió la boca, tan sólo salió un gemido ronco. Estaba tan malherido que los dientes le castañeteaban debido a la intensidad del dolor que padecía. Tenía la garganta tan dolorida y seca que le costaba trabajo respirar pero, por pura fuerza de voluntad, consiguió hablar con voz trémula.
–Tío.
–Vaya, ¿será posible que realmente pueda hablar? –preguntó Felix acercándose a ellos–. No ha dicho nada en cuatro semanas. Nada más que esto…
Y acercó de nuevo el hierro candente al muslo. Apretando los dientes, Peter siseó y dio un respingo.
–¡Basta! –gritó Zetes, apartando al romano de un empujón.
Con mucho cuidado, tomó el rostro de su sobrino en las manos mientras las lágrimas le caían por las mejillas al intentar limpiar la sangre de los labios hinchados de Peter.
Alzó la mirada hacia Felix.
–Tengo diez carros de oro y joyas. Su padre promete aún más si lo liberas. Estoy autorizado a presentarte la rendición de Tracia. Y su hermana, la princesa Kate, se ofrece como tu esclava personal. Lo único que tienes que hacer es dejar que me lo lleve a casa.
¡No!
Lali escuchó el gritó de Peter, pero en realidad ningún sonido había salido de su garganta.
–Es posible que permita que te lo lleves a casa… una vez lo ejecute.
–¡No! –exclamó Zetes–. Es un príncipe y tú…
–No es ningún príncipe. Todo el mundo sabe que fue desheredado. Su padre hizo pública su decisión.
–La ha revocado –insistió Zetes, antes de volver a mirar a Peter con cariño–. Quiere que sepas que nada de lo que te dijo era cierto, que debería haberte escuchado y confiado en ti en lugar de actuar como un imbécil, tonto y ciego. Tu padre te ama, Peter. Lo único que quiere es que regreses a casa para poder daros la bienvenida, a ti y a Tanya, con los brazos abiertos. Te pide que lo perdones.
Las últimas palabras le quemaron más que los hierros candentes de Felix. No era su padre el que debía implorar perdón. No era su padre el único que había actuado como un imbécil. Había sido él quien se había mostrado cruel con un hombre que jamás había hecho otra cosa más que amarlo. Era tan doloroso que no podía pensarlo. Que los dioses se apiadaran de ambos, porque los argumentos de su padre habían resultado ser ciertos.
Zetes echó un vistazo a Felix.
–Te dará cualquier cosa a cambio de la vida de su hijo. ¡Cualquier cosa!
–Cualquier cosa… –repitió el romano–. Una oferta muy tentadora, pero ¿no sería muy estúpido de mi parte liberar al hombre que ha estado a punto de derrotarnos? –preguntó mirando con furia a Zetes–. Jamás. –Sacó la daga de su cinturón, agarró con rudeza las tres trenzas que proclamaban que Peter era comandante y las cortó–. Aquí tienes –dijo ofreciéndoselas a Zetes–. Llévaselas a su padre y dile que eso es lo único que le devolveré de su hijo.
–¡No!
–Guardias, aseguraos de que Su Alteza se marcha.
Peter observó como agarraban a su tío y lo sacaban a la fuerza de la habitación.
–¡Peter!
Juan Pedro forcejeó contra las cuerdas, pero estaba tan malherido y mutilado que lo único que consiguió fue hacerse aún más daño. Quería llamar a Zetes para que regresara, tenía que decirle lo arrepentido que estaba por todo lo que les había dicho a sus padres.
No permitas que muera sin que lo sepan.
–¡No puedes hacer esto! –gritó Zetes un momento antes de que las puertas se cerraran con un golpe seco, sofocando su voz.
Felix llamó a su sirviente.
–Trae a mi concubina.
Tan pronto el criado se marchó, el romano se acercó a Peter y suspiró, como si estuviese muy desilusionado.
–Parece que nuestro tiempo de compañía llega a su fin. Si tu padre está tan desesperado por tu regreso, es tan sólo cuestión de tiempo que reúna su ejército para marchar contra mí. Obviamente, no puedo permitir que tenga oportunidad de rescatarte, ¿no crees?
Juan Pedro cerró los ojos y apartó la cabeza para no ver la expresión triunfal de Felix. En su mente volvió a contemplar a su padre, aquel último y aciago día, cuando los dos se enfrentaron en la sala del trono. German había bautizado aquel momento como «el día del Duelo de los Titanes». Ninguno de los dos, ni él ni su padre, habían estado dispuestos a escuchar al otro, ni a ceder.
Escuchó de nuevo las palabras que dijera a su padre. Palabras que ningún hijo debía decirle a un padre. El sufrimiento era mil veces más intenso que el que provocaban las torturas de Felix.
Mientras recordaba con pesar sus pasadas acciones, las puertas de la estancia se abrieron y entró Tanya. Cruzó la habitación con la cabeza bien alta, como una reina ante su corte, y se detuvo junto a Felix, mirándolo con una sonrisa cálida e incitante.
Peter la contempló mientras la magnitud de la traición de su mujer se abría camino en su mente.
Que sea una pesadilla. Por favor, Zeus, no permitas que esto sea real. 


Hola ya volví perdón si me demore pero andaba en encuentro familiar y el celu no dio asi que ya desde casa les pongo el otros dos espero que lo disfruten porque yo no tengo tiempo para leer 

BESOS
MARCHU

24 comentarios:

  1. EHHH PERDON ANA SI ERES GROSA GRACIAS POR PONERTE EN LA TAREA DE LLENAR LOS COMENTS TODOS DEBEN AGRADECERTE EH PERDON QUE NO ME FIJE ANTES PARA PONERTELO EN EL CAP PERO PARA LOS OTROS DOS SI QUE TE NOMBRO

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  2. Te juro que no tengo palabra para describir la angustia que tengo, estoy llorando. Lo unico que me sale es "TANYA SOS UNA PUTAAAAAA!! TE ODIOO, ESPERO QUE QUEMES AL INFIERNO JUNTO A ESE HIJO DE PUTA DE FELIX!!" Ay pobre Peter, todo lo que tuvo que pasar :'(
    Dios mio la bronca que tengo!! Como puedo engancharme tanto con una novela?! Ni yo lo se :| Bue perdón por mi desahogo ^^"
    Maaass!! :)
    Besos @susonrisa_pl :)

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  3. mas nove por favorrrrrr pobre peter

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  9. Ah capitulazos Gracias por subirlos besos Naara

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    1. anoche estuve justamente pensando en la foto que pusiste fer capítulo 38 no se porque se me fin por pensar en era escena anoche y ahora vos la poner en un capítulo telepatia? Jajajaja besos. Naara

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  10. quiero mas mucho mas

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  14. ush condena como con razon el pobre piter no confia en nadie ush q mal genio

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